1.- Un honor que agradezco
Tal vez debí declinar la invitación que me hizo la Junta de Cofradías
a través de su Presidente José Luis López Malla. Acostumbrada desde
hace años a hablar diariamente en público -en clase, ante la prensa, en
los plenos del Ayuntamiento o en conferencias- no me paré a pensar ni un
minuto que a lo que se me invitaba era precisamente a pronunciar no una
conferencia sino un pregón y a hacerlo, en segundo término, en mi
ciudad. No siempre medimos bien nuestras fuerzas. Y es lo que me ha
ocurrido en este caso: que me he comprometido a hacer algo que nunca he
hecho, con la dificultad añadida de que lo voy a hacer en Alcalá,
delante de mi gente. Pero más que la dificultad de la tarea de hacer un
pregón, pudo mi afecto por José Luis y por tantos cofrades
representados en la Junta, y, sobre todo, pesó más en mí el honor que
supone hablar aquí, anunciando la Muerte y Resurrección de Cristo. Antes
que pensar, aseguraba Rousseau, sentimos. Efectivamente: en este caso,
fueron mis sentimientos y no mi razón quien decidió por mí. Pero, sea
como sea, muchas gracias por la distinción que supone para una creyente
como yo pronunciar el Pregón de Semana Santa de Alcalá de Henares.
El honor que se me concede -ya lo sé- es inmerecido. Realmente no
creo haber hecho méritos suficientes. Los auténticos regalos son siempre
gratuitos por lo que se trata de una distinción no ganada; lo único que
puedo decir es Muchas gracias por esta distinción que me compromete más
con esta ciudad y que procuraré merecer en el futuro.
2.- El momento del recuerdo
Una simple llamada de José Luis López Malla, mientras despachaba los
asuntos ordinarios del Distrito, invitándome en nombre de las Cofradías
de Alcalá a pronunciar este pregón, me alteró profundamente: todo un
mundo de sensaciones y recuerdos llenaron de repente mi despacho. Todos
hemos vivido alguna vez experiencias de este tipo como cuando, de
repente, un sabor, un olor, una simple imagen revive momentos pasados de
nuestra vida y los vuelve presentes con tanta nitidez como si los
estuviéramos viviendo nuevamente. Todos lo hemos vivido, pero nadie lo
ha descrito con tanta belleza como Marcel Proust, a quien el olor de una
simple magdalena le hacía revivir toda su niñez: "Cuando nada persiste
ya de un pasado antiguo -escribe en un célebre pasaje de En busca del
tiempo perdido- , cuando han muerto los seres y se han derrumbado las
cosas, solos, más frágiles, más vivos, más inmateriales, más
persistentes y fieles que nunca, el olor y el sabor perduran mucho más, y
recuerdan, y aguardan, y esperan, sobre las ruinas de todo, y soportan
sin doblegarse en su impalpable gotita el edificio enorme del
recuerdo".
En mi caso, parecía como si todos los recuerdos frágiles e
inmateriales de mi niñez hubieran estado esperando la llegada de esa
llamada para salir en tropel de lo que San Agustín llama "las inmensas
salas del Palacio de nuestra Memoria". Y es así como comenzaron a
mostrarse más vivas, persistentes y fieles las calles de mi ciudad,
Madrid, mi colegio, la casa de mi abuela, toda mi larga familia, mi
primer viaje a Alcalá, mis veranos en Romanones con mi tía maestra, una
vida renacida con una simple llamada. Recordar viene del latín cor,
cordis; esto es, del corazón, que es una de las grandes salas que
componen el Palacio de nuestra Memoria.
Fui educada en una familia cristiana en la que el ritmo de la
liturgia marcaba los meses y las estaciones. Fui educada en la Semana
Santa, en la pasión, una Semana Santa que tenía un principio y un final
muy alegres y, en medio, unos días muy oscuros. Comenzábamos el Viernes
de Dolores con una gran reunión en casa de mi abuela para celebrar su
santo, el de mi madre, y el mío, en el que estaban siempre presentes las
torrijas hechas por mi abuela y las carracas que nos daban a cada uno
de los diez primos, con ese sonido que todavía hoy tengo muy vivo.
Luego venía el Domingo con las palmas, grandes para casa y pequeñas
tejidas para nosotros, día de estreno obligado de calcetines y, cuando
se pudo, de zapatos, que tenían que durarnos toda la primavera, y que
era otro encuentro de fiesta de todos los primos.
Después, los días tristes, mi madre vestida de negro guapísima con
su mantilla, nosotros con mi abuela alrededor de la radio, que sólo
transmitía cánticos misereres, el tradicional potaje, los oficios, la
procesión del silencio, el olor a vela, el dolor reflejado en el rostro
de Jesús Nazareno, una tristeza que los niños no entendíamos. Hasta que
finalmente llegaba la alegría de la Resurrección, con otra gran fiesta
-esta vez en mi casa-, día de cordero, en la que todos los primos
teníamos asegurado un huevo de chocolate envuelto en papel de plata de
colores brillantes, esa Pascua que supone cada año “vida nueva” o
esfuerzo renovador. Los huevos representan el fenómeno cósmico de la
renovación perenne, pues al fin y al cabo de ellos brota la vida.
Vivencias, que se van fraguando cuando eres niño, sin comprender muy
bien lo que en Semana Santa se conmemoraba, pues sólo recibíamos
imágenes que iban cobrando sentido cuando mi abuela, como buena maestra,
nos enseñaba la vida de Jesús como si fuera un cuento, al mismo tiempo
que nos inculcaba todos los valores que el Evangelio transmite.
Si la auténtica formación consiste en educar la cabeza, la mano y el
corazón, en nuestra infancia, se educan nuestros sentimientos y mi
abuela estaba convencida, sin haber leído a Schopenhauer, de que lo más
importante no es lo que uno tiene o lo que uno representa, sino lo que
uno es. Pues bien, lo que uno es, esto es, la personalidad, se modula
con la educación y se logra o se malogra en la niñez.
En mi caso, tuve la suerte de que ese carácter se formó en el seno
de esa gran familia cristiana, fiel a las tradiciones, que me educó en
los principios del Evangelio y en la que la solidaridad y la caridad
eran lo más importante. Es en esa infancia cuando se impregnan los
valores que nunca nos abandonan, ni siquiera cuando la rebeldía juvenil
nos hace cuestionar los fundamentos de la sociedad y la familia. Esa es
la inmensa deuda de gratitud que tenemos con nuestros padres, nuestra
familia, nuestros primeros maestros, nuestros amigos, nuestros vecinos,
con todos aquellos que educaron nuestro carácter.
Y, precisamente, en mis recuerdos infantiles, la ciudad de Alcalá va
unida al sentimiento de solidaridad y amistad que me transmitió mi tía.
Aquí llegó como maestra de escuela, nada más terminar esa contienda que
enfrentó a tantas familias de este país, y aquí encontró, después de
pasar años de hambre en Madrid, la solidaridad de sus gentes, y unas
amigas que mantuvo toda su vida.
Tengo imágenes de la primera procesión que presencié, que fue en
Alcalá, imágenes en blanco y negro, como las fotos de Baldomero
Perdigón, imágenes sueltas de un Cristo que me impresionó, mi padre de
Nazareno, mi madre con su mantilla, yo y mis primas de espectadoras con
mi tía y sus amigas alcalaínas. Llegué a pensar que había mezclado
imágenes, pues Alcalá era el lugar alegre al que veníamos con mi tía
cuando visitaba a sus amigas, que siempre nos regalaban almendras, o con
mis padres, a merendar chocolate con migas. He encontrado la
explicación estos días al leer la obra de José Carlos Canalda sobre la
Semana Santa Alcalaína: en 1957 se crea en Alcalá la Cofradía del Cristo
de Medinaceli, y, según nos cuenta este autor, acompañaron a esa imagen
miembros de la cofradía de Madrid a la que pertenecían mis padres.
Tenía yo ocho años.
A esa procesión siguieron otras de la mano de mi abuela, luego de mis
padres, hasta que de pronto era yo la que llevaba de la mano a un niño.
Cuando mi hijo pasó su primera Semana Santa en el lejano lugar en el
que ahora vive, y desde más allá del Atlántico reclamó su huevo de
Pascua, entendí que habían calado también en él las enseñanzas de mi
abuela.
Estos han sido algunos de los recuerdos, sensaciones y sentimientos
que desde que recibí la invitación a pronunciar este pregón han venido
aflorando a mi conciencia. Vivir supone para cada uno de nosotros dejar
huellas en el camino -improntas llamaba Platón a la huella que deja el
anillo en la cera-; huellas que el paso del tiempo puede cubrir con el
olvido o desdibujar hasta hacer irreconocible su auténtico significado. Y
la memoria es el lápiz con el que subrayamos acontecimientos, momentos y
personas que nos han hecho ser quienes somos, y es propio de la
naturaleza humana -que busca la inmortalidad en un mundo de mortales-
señalar dónde están nuestras huellas y tratar así de hacer frente a su
olvido. La invitación a pronunciar este pregón me ha obligado a hacer
este ejercicio de memoria para recuperar y cuidar mis propias huellas.
Sin duda, soy la que soy, me siento cristiana, vivo con fervor la Semana Santa y admiro a las cofradías, gracias a mi familia.
3.- Elogio de una tradición
Sólo cuando logré dominar estos recuerdos, encerrándolos de nuevo en
las maravillosas celdas de la memoria, me he puesto a pensar qué más se
puede esperar de un pregonero.
He buscado aclarar qué tipo de discurso es un pregón. Pregón viene de
"praeconium" y "praeconium" -según el manual de Etimologías- derivó en
"pregón", esto es, anuncio, proclama o publicación. El diccionario de
la Real Academia Española es mucho más preciso y me ha aclarado que un
pregón es "un discurso elogioso en que se anuncia al público la grandeza
de una virtud”. Elogiamos lo que admiramos y, porque lo admiramos,
estamos dispuestos a emular. Elogio, admiración y emulación suelen ir
casi siempre de la mano. Pero ¿qué es lo que podemos admirar y, por
tanto, elogiar y, por consiguiente, tratar de emular en nuestra Semana
Santa?
Hagamos el elogio de nuestra tradición, porque la tradición es
inseparable de la vida misma, de las familias que han sabido trasmitir
esa tradición, de las cofradías de Alcalá que han mantenido el recuerdo
de su existencia y la han recuperado en varias ocasiones a lo largo de
su historia, cuando parecían haber desaparecido, y elogiemos a la ciudad
de Alcalá, que ha sabido mantener como pocas la memoria de su Historia.
Para muchas personas, desde luego para los cofrades, la Semana Santa
es la más importante del año, la más emotiva, en la que se sienten más
cerca de Cristo y de su Madre, en la que las sensaciones, las vivencias y
las emociones afloran especialmente. Proclamemos la esencia de la
Semana Santa y sus cofradías, que radica en la conmemoración de la
pasión, muerte y resurrección del Señor, del hijo de Dios hecho hombre,
que ofreció su vida a cambio de nuestro perdón eterno en un acto de amor
y generosidad infinito. Este es, sin lugar a dudas, el misterio central
del Cristianismo. Gracias al misterio pascual de Cristo se pasa del
pecado a la gracia, de la esclavitud a la liberación.
Las cofradías también tienen su historia. En la Europa del siglo XI
-y sobretodo a lo largo de las centurias siguientes- florecieron
asociaciones de índole religioso-social con finalidades asistenciales.
Las cofradías, de las que formaban parte los laicos, trataron de
remediar las necesidades de las personas que vivían en las ciudades de
reciente aparición. Estas personas, desarraigadas del medio campesino,
sintieron necesidad de unirse o asociarse para mitigar los efectos de la
pobreza, de la enfermedad, de la muerte. Y las cofradías, con su Santo
Patrón común, con sus comidas de confraternidad, con el mantenimiento
de las viudas y huérfanos, con las ayudas para el entierro de sus
miembros y los sufragios por los difuntos, fueron modelo de solidaridad.
Reflejan la mentalidad del hombre medieval, que era religioso y
cristiano, que vivía y sentía su cristianismo, aunque desconocía los
rudimentos de su fe, que tenía conciencia del pecado y tenía una piedad
comunitaria, corporativa, festiva, espontánea, con una liturgia no
codificada, la que el pueblo una y otra vez se inventa.
Las calamidades que abrumaron Europa, a mediados del siglo XIV,
peste, guerra, malas cosechas y, por tanto, hambre, hicieron aparecer
nutridas tropas de flagelantes, grupos de hombres y mujeres que,
organizados en cofradías, recorrían en procesión campos y ciudades
entonando cánticos de penitencia y disciplinándose en público. Buscaban
la ayuda de Dios y proclamaban su nombre como consuelo a sus
penalidades.
Luego, de la mano de los franciscanos, aparecerán las cofradías de
penitencia, cuyos miembros veneraban la pasión y muerte de Cristo, los
dolores y soledad de María, su madre, a los que rendían culto e imitaban
con desfiles en procesiones el jueves y el viernes santo, durante los
cuales algunos de sus cofrades se disciplinaban.
Y Alcalá también tiene su historia. Una historia basada desde la
Edad Media en la solidaridad de sus cofradías, en la caridad de sus
hospitales, en sus logros culturales, en la riqueza de su patrimonio.
Proclamemos a sus gentes que no olvidaron su historia y sus tradiciones
y eso les sirvió para levantarse y reinventarse, para superar los
momentos de decadencia.
Pregonemos la tradición de la Semana Santa de Alcalá. Proclamemos la
importancia de la familia y su papel en la Semana Santa. Los niños y
niñas que vemos alrededor de un paso o de una banda no estarían allí si
no es porque sus abuelos o sus padres les llevan. Porque a los niños,
sobre todo a los niños, les gusta la Semana Santa. Llenemos las calles
de gente con nuestras procesiones, que son lecciones de catequesis.
Exhibamos nuestro cristianismo, que está en la base de la cultura
europea a la que pertenecemos y, como esos flagelantes del siglo XV,
proclamemos que hay esperanza en tiempos de crisis.
Lo que importa ahora -aquello en lo que creyentes y no creyentes
coincidimos- es que esta historia para unos o leyenda para otros
constituye una de las señas de identidad de una comunidad como Alcalá,
una comunidad que a lo largo de la historia ha hecho muchas cosas junta y
quiere seguir haciéndolas. Para algunos, pues, es una cuestión de fe;
para todos es una respetada tradición.
Tradición proviene del latín “tradere”, que significa “entregar”;
equivale a la acción de hacer pasar algo de una mano a otra. Es
tradición todo aquello que una generación hereda de las anteriores y
que, por estimarlo valioso, lo lega a las siguientes. De las manos de
nuestros antepasados hemos recibido esta Fiesta y en las manos de
nuestros hijos habremos de depositarla. Y, al recibirla, cuidarla y
entregarla, contribuimos a mantener viva Alcalá.
Porque una sociedad no la forman en exclusiva su población, su
territorio o sus instituciones: también la constituyen sus costumbres,
ritos y sus fiestas; que son parte del cemento que une a las gentes de
Alcalá y les diferencian como comunidad singular. Por eso, no hay que
tener reparo en cuidar y mantener este tipo de tradiciones.
4.- Lo que debo a la gente de esta tierra
Se cumplen ahora treinta años de mi llegada a esta ciudad. Aquel año
de 1982 me incorporaba como docente a una joven, jovencísima Universidad
de Alcalá para consolidar mi plaza y regresar al año siguiente a la de
Madrid. Decidí quedarme. Mi tía fue la única de la familia que entendió
mi decisión.
Pasado el tiempo, cuando echo la vista atrás, me doy cuenta de la
inmensa fortuna que tuve al venir a Alcalá; de la suerte de iniciar un
proyecto tan hermoso como fue la creación de una nueva universidad, la
recuperación de una universidad histórica que hunde sus raíces en el
siglo XIII y se consolida gracias a la obra de Cisneros, y de participar
en la transformación de una ciudad, que me acogió, que acogió a todos
los que llegábamos con los brazos abiertos.
Recuerdo aquellos años, aquellos días, no con nostalgia, pero si con
mucho cariño, pues sin duda fuimos protagonistas –involuntarios pero
protagonistas- de un gran cambio para esta ciudad. Al recordar, sin
querer, brotan en mi cabeza los nombres de aquellos jóvenes, o no tanto,
que iniciábamos aquella aventura.
Así, casi sin quererlo, ligué mi vida a la de esta ciudad; una ciudad
por la que, desde la docencia, en concreto desde la Facultad de
Filosofía y Letras, primero como Vicedecana y luego como Decana, más
tarde desde el Vicerrectorado y ahora desde el Ayuntamiento, he
trabajado y trabajo desde hace más de 30 años; una ciudad con la que he
crecido, día tras día, año tras año; una ciudad con la que he madurado;
una ciudad que me ha salvado en los naufragios de mi vida; una ciudad
que me ha dado la oportunidad de vivir su gran transformación, su gran
cambio.
Alcalá, a principios de los ochenta, todavía era una gran guarnición,
y era conocida más como penitenciaría que como la gran ciudad cultural,
y universitaria, que había sido durante siglos. Pero las gentes de
Alcalá tenían grabada en su memoria la grandeza de su ciudad en otros
tiempos, de su historia, que habían trasmitido de generación en
generación. En aquel contexto es en el que yo ligué mi vida a esta
ciudad, un momento en el que los nuevos tiempos ya anunciaban los
cambios que vendrían en los años siguientes.
A mediados de aquella década comenzaba el proceso de recuperación de
la identidad de la ciudad. Los viejos edificios, gracias al esfuerzo y
generosidad de muchas personas, y de todas las administraciones, dejaban
poco a poco de ser cuarteles y eran paulatinamente reabiertos como
academia; Alcalá, sin prisa, pero con paso firme, perdía su condición
penitenciaria y castrense, a la vez que recobraba su identidad
universitaria.
Este proceso de cambio se intensificó a lo largo de la década de los
90 y se reforzó, además, con la restitución del episcopado complutense
en 1991, que vino a favorecer la recuperación del patrimonio de
eclesiástico y la revitalización de ritos, cultos y tradiciones.
Este ambiente de regeneración culminó con la declaración de
Patrimonio de la Humanidad en diciembre de 1998, un acontecimiento que
viví con júbilo, pasión e intensidad, junto con mis alumnos de Filosofía
y Letras, alumnos que han sido -y son- uno de mis mayores motivos de
orgullo, satisfacción y realización personal, con los que celebré la
gran fiesta en la que se convirtió la ciudad. Era el reconocimiento de
que Alcalá nunca olvidó su pasado, su Historia.
En este contexto de recuperación, no sólo del Patrimonio Histórico o
de la Universidad de Alcalá, sino del espíritu de ciudad, y más aún, del
sentimiento de pertenecer a una comunidad, del orgullo de vivir o de
trabajar en, para y por Alcalá; en este ambiente de regeneración, es en
el que debemos enmarcar la espectacular recuperación de la semana Santa
de Alcalá que hoy tengo el honor y el placer de pregonar.
Así, gracias este sentimiento de identidad al que hacía alusión hace
un momento, mi vinculo con Alcalá creció, hasta convertirse en uno de
los ejes vertebrales de mi vida.
Y esta unión con todo lo complutense me permitió disfrutar, en
primera persona, de ese despegue de la Semana Santa, de esa
revitalización de la Pasión, que puedo afirmar, sin temor a equivocarme,
que se inició en el año 1988.
Aquel año salía por primera vez a las calles de la Alcalá el Cristo
de la Columna o de las Peñas que es como casi todos lo conocemos. Es de
justicia, al recordar este resurgimiento, reconocer el excelente
trabajo que realizó el concejal José Macías, que supo concitar las
inquietudes y los intereses de los más jóvenes, implicando a las peñas
festivas alcalaínas en la Semana Santa.
Desde aquel año 1988 hasta la actualidad nuestra Semana Santa no ha
dejado de crecer, en 1991 se incorpora la imagen del Cristo de la
Esperanza, que también daría lugar a su propia cofradía cinco años
después.
Tras su restauración, en 1997 retorna el Cristo de los Doctrinos a
los desfiles de Semana Santa. En el año 2000 se funda la cofradía de la
Virgen de las Angustias, que entronca con una de las más antiguas
advocaciones de la Semana Santa complutense.
De igual forma, en 2004 se organizó por vez primera la procesión del
encuentro el domingo de Resurrección y en 2006 se recuperó la procesión
del Domingo de Ramos, con el estreno del paso de la entrada de Jesús en
Jerusalén. Asimismo se ha incrementado el número de pasos con la Virgen
de la Trinidad, de la cofradía de Jesús de Medinaceli; y con la Virgen
del Consuelo, de la cofradía de Cristo Atado a la Columna; con la salida
de Jesús Cautivo en el vía crucis que la cofradía del Cristo de la
Agonía comenzó a celebrar en 2006 el Viernes de Dolores; y con el paso
de las negaciones de San Pedro de la Cofradía de las Angustias o con el
Descendimiento de Cristo de la Cofradía de la Soledad, por citar
algunos.
Así, desde ese 1988 en hasta hoy, cada cofradía ha recuperado su
desfiles, procesiones o estaciones de penitencia, hasta llegar a la
madurez alcanzada el pasado 2011, que da cuenta de la expectación,
belleza plástica y fervor que despierta nuestra Semana Santa.
Con todo esto, creo que es fácilmente comprensible, la declaración
como Fiesta de Interés Turístico Regional, concedida en 2004, a la
Semana Santa complutense. Una fiesta en la que se pueden ver 15
procesiones y más de 20 pasos, desfilando por las calles del Casco
Histórico de Alcalá.
Un Casco Histórico del que me siento especialmente orgullosa, tanto
por la suerte de haber vivido en primera persona su recuperación, tal
como explicaba hace unos minutos, como por la inmensa fortuna de ser la
Concejal del Distrito I, donde se encuentra la mayor parte del rico
patrimonio complutense.
5.- El elogio de las Procesiones
Así, hoy tengo el placer de pregonar esta Pasión y sus procesiones,
cargadas de fervor, devoción, espiritualidad, sacrificio, penitencia,
promesas y oraciones. Estaciones que recorren los más bellos rincones de
la ciudad.
Una Pasión que comienza por el jubiloso Domingo Ramos, felizmente
recuperado, que nos permite admirar la excepcional belleza de nuestro
Palacio Arzobispal; Los ramos y las palmas, abren la puerta a una
intensa Semana, dónde cada procesión nos ofrece el atractivo de conjugar
la belleza plástica de los distintos desfiles, con el más profundo
sentimiento religioso, y todo en el más hermoso marco que se pueda
imaginar.
¿Quien no se emociona, el Lunes Santo, con la sobria salida de la
Virgen de las Angustias, que, en riguroso silencio, nos ofrece una de
las estampas más bellas de nuestra Semana Santa?. La impresionante
iglesia barroca de las Agustinas acoge a esta cofradía, de espíritu
castellano, que además de enriquecer nuestra Pasión con sus dos pasos
portados por esforzados anderos y anderas, realiza una gran labor
social, pues mantiene abierta su Casa de Acogida, que es el motivo por
el que se fundó esta cofradía.
Con los ecos que, en el silencio de la noche, nos deja la campana de
la procesión de Cofradía de las Angustias, el Martes Santo, tras la
procesión de la residencia de Mayores, nos sobrecoge el Vía Crucis que
desde la Magistral recorre nuestro casco histórico. Mientras recordamos
los momentos más importantes de la pasión de Nuestro Señor, marcados por
cada una de las estaciones del Vía Crucis, y el reloj del Ayuntamiento
marca la media noche, impresiona especialmente la celebración de este
Vía Crucis, en una ciudad que duerme.
El Miércoles Santo, Alcalá nos ofrece la posibilidad admirar, en sus
calles, una de sus tallas históricas: la del Santísimo Cristo de la
Esperanza y el Trabajo, al que acompaña Nuestra Señora de la
Misericordia.
Más de 50 anderos portan estos dos pasos, que a su calidad artística
suman la belleza de un recorrido, que desde la excepcional Iglesia de
Santa Clara, nos muestra los más hermosos escenarios de Alcalá. Resulta
inolvidable para cualquiera la bella estampa del Cristo de la Esperanza y
el Trabajo, recortada sobre la no menos bella fachada de nuestra
Universidad.
Pero no acaba aquí lo que nos ofrece el Miércoles Santo, ya que ese
mismo día sale a la calle la que todos los de Alcalá conocemos como
cofradía del Cristo de la Columna, o mejor, de las Peñas. La plateresca
puerta de las Carmelitas de la Imagen, que en su día cruzara Santa
Teresa de Jesús y que con toda seguridad sirviera de paso a Cervantes en
sus visitas a su hermana -que fue priora de este convento-, se abre a
las ocho de la tarde ante una expectante multitud, que con fervor
vitorea al Cristo y a su Madre, portados ambos por los esforzados, y ya
famosos, anderos de esta cofradía.
Sin duda la procesión del Cristo de la Columna, una de las más
arraigadas de la ciudad, no deja indiferente a nadie, y sorprende
especialmente por su fuerza e intensidad, por el acompañamiento musical a
cargo su propia agrupación, así como por su recorrido, que transita por
las menos conocidas calles de la zona Sur de nuestro Casco Histórico.
El Jueves Santo nos trae dos procesiones de gran solemnidad y
singularidad. A las ocho desde el Colegio de Málaga, uno de los
edificios más monumentales de Alcalá, y con el que -como comprenderán-
yo tengo un vínculo muy especial, inicia su recorrido la más numerosa de
las cofradías de la ciudad. La Real e Ilustre Esclavitud de Nuestro
Padre Jesús de Medinaceli y de María Santísima de la Trinidad, sale a la
calle con sus dos pasos de Tudanca y con sus centenares de penitentes.
Esto, sumado al acompañamiento de su Agrupación Musical, nos dejará un
recuerdo imborrable. ¿A quién no impresiona el desgarrador tintineo
producido por las decenas y decenas de cadenas que se arrastran de forma
simultánea por las calles de nuestro casco histórico?
La cofradía del Cristo Medinaceli es, sin duda, la más popular de la
ciudad, tal como demuestra el hecho de que cuente en sus filas con más
de 1600 hermanos penitentes; y al hablar de esta cofradía, es inevitable
recordar los muchos años que ésta tuvo su sede canónica en el
Monasterio de San Bernardo. No quiero dejar pasar la oportunidad de
recordar, en este pregón, a las religiosas que conformaron la última
comunidad de Bernardas en Alcalá y a su Abadesa, Sor María Jesús, pues
me consta que todas ellas tienen siempre presente a Alcalá, y a todos
los Alcalaínos en sus oraciones, y especialmente en estos señalados días
de Pasión.
El mismo Jueves nos ofrece otra procesión, la del Cristo de los
Doctrinos, que suma a su arraigo y tradición un singular colorido y una
excepcional belleza artística. La cofradía del Cristo Universitario de
los Doctrinos y de Nuestra Señora de la Esperanza arranca en el
incomparable marco de la Calle Colegios. Admirar la impresionante talla
satín del siglo XVI, que nos muestra a Cristo Crucificado, y que el
maestro D. Elías Tormo atribuyera a Domingo Beltrán, es sin duda, una
experiencia inolvidable. El rojo de las becas y birretes, el verde del
palio de la virgen, de los capirotes o de los cíngulos, nos ofrece una
procesión única, con un singular colorido, que al discurrir por la Calle
de los Colegios y por la lonja del Colegio Mayor de San Ildefonso nos
recuerda, su vínculo con los estudiantes y con la Universidad.
Medinaceli y los Doctrinos ceden el testigo Al Cristo de la Agonía,
María Santísima de los Dolores y San Juan, que en la madrugada del día
siguiente, dan comienzo al día más intenso de la Semana Santa, el
Viernes de Pasión.
Antes de que salga el sol, tan sólo unas horas después de que se
cierren de las puertas del Colegio de Málaga, las calles se tiñen de
rojo, el rojo de las capas y los antifaces de la Cofradía del Cristo de
la Agonía, que nos habla del rojo de la sangre vertida en el Gólgota a
la hora de nona.
La iglesia del convento de Santa Úrsula, con su excepcional techumbre
mudéjar, es testigo, en la oscuridad de la noche, de la salida de los
dos pasos de esta cofradía. El paso titular, que desde hace poco cuenta
además con la figura de Santa María Magdalena, y el de Jesús con la Cruz
a Cuestas acompañado de la Verónica, recorrerán la zona más oriental de
nuestro casco histórico, alcanzando las puertas de los mártires y de
los aguadores.
La tarde del viernes nos recibe con el desfile de la Soledad
Coronada. Alcalá, la ciudad de acogida, aquella que, con los brazos
abiertos abrió sus puertas a miles de vecinos, procedentes de toda la
geografía española, recibe ahora los frutos de su generosidad, y cuenta
con una bellísima y emocionante procesión de corte andaluz, que
enriquece, aún más, nuestra Semana Santa. La Virgen de la Soledad, bajo
su hermoso palio, que se mece al ritmo de su abnegados costaleros, nos
ofrece un desfile, que suma al más profundo sentimiento de dolor, la
severidad monumental de la jesuítica parroquia de Santa María.
Y en consonancia con el espectacular desarrollo de nuestra Semana
Santa, Nuestra Señora de la Soledad se acompaña desde hace unos años del
paso del Sagrado Descendimiento de Nuestro Señor, que como la imagen
titular nace de los sevillanos talleres del Lastrucci. Este paso cuenta,
este año con una nueva figura, la de José de Arimatea, que se añade a
la del Nicodemo que ya acompañaba desde hace varios años a Nuestro
Señor.
Y fieles a su cita, esa misma tarde, la Cofradía del Cristo de
Medinaceli sale nuevamente a las calles de Alcalá, el Cristo, María
Santísima de la Trinidad y su agrupación musical, recorren nuevamente
las calles del centro, tal y como hicieron durante tanto tiempo en el
marco de la conocida como “Procesión General”.
El Santo Entierro cierra el ciclo del dolor, del sufrimiento, de la
pasión y muerte de Nuestro Señor. En la media noche, la Cofradía del
Santo Entierro y del Nuestra Señora de los Dolores realiza su juramento,
mientras las piedras que, por deseo de Cisneros levantaron los hermanos
Egas para engrandecer a nuestra Magistral, dan testimonio silencioso de
siglos de fe, de siglos de pasión, de oraciones, de lágrimas derramadas
por el fallecimiento de Nuestro Señor para salvarnos a todos nosotros.
El trémulo tañido de los tambores acompaña a esta procesión del
silencio. Un cortejo fúnebre presidido por el desgarrador Cristo Yacente
de la Catalinas, del círculo de Gregorio Fernández, al que acompañan
los pasos de Nuestra Señora de los Dolores y los atributos de la Pasión.
El Santo Entierro, en silencio, con gravedad, con respeto
reverencial, recorre nuestro casco histórico, con la tristeza de la
pasión y muerte de Jesucristo en todos los corazones, pero con la firme
esperanza de la resurrección que, con júbilo, cierra el ciclo de la
Semana Santa.
No habrá que esperar mucho, pues como dice la escritura, al tercer
día, Jesucristo resucitó. Y en la mañana del domingo, con inmensa
alegría, podemos disfrutar, desde el año 2004, de la procesión del
Encuentro. Esta procesión, en la que este año participa Nuestra Señora
de la Trinidad, de la Cofradía del Cristo de Medinaceli, y la cofradía
de la Agonía portando al Resucitado, es pese a su juventud, una de las
más hermosas de cuantas se celebran en la semana santa Complutense. Por
su alegría, por lo hermoso del encuentro, por la animosidad de las
cofradías participantes, y porque nos hace patente la resurrección del
Señor, el Encuentro es, sin duda, un momento muy especial.
La liturgia celebra la muerte de Cristo en su realidad crudísima,
pero al mismo tiempo como camino hacia el gozo, propone al cristiano la
consideración de la pasión bajo el esplender de la resurrección. La
verdadera celebración se da en la noche de Pascua, en la que se
conmemora el paso de Cristo de la muerte a la vida, que a su vez se
realiza en los cristianos por el bautismo o la penitencia de la
eucaristía.
Quiero acabar con ese mensaje de esperanza, y permítanme que recuerde
ahora a mi segunda familia que me enseñaron a querer sus costumbres y
enriquecieron la formación de mis hijos al trasmitirles las tradiciones
de los pueblos de Asturias. En muchos de estos pueblos el momento más
hermoso y expresivo de la Semana Santa es el encuentro del día de Pascua
al amanecer, cuando los vecinos celebran en comunitarios banquetes la
noche del Sábado Santo, porque la comida es un elemento esencial en esta
y en todas las fiestas.
En uno de estos pequeños pueblos cercano a Galicia, en Piantón, los
vecinos representan en un auto sacramental popular, espontáneo y
centenario la alegría de la Resurrección. Se organiza al amanecer una
procesión en la que se encuentran dos pendones grandes: el de la muerte,
de color negro que representa el viernes santo, y el de la vida, de
color blanco inmaculado que es el de la resurrección de gloria, del
sábado al domingo de Pascua. Todo el pueblo en profundo silencio, está
en la procesión. El pendón blanco comienza situándose por debajo del
negro que parece llevar las de ganar. Poco a poco va ascendiendo y el
negro descendiendo. Al final el blanco gana la partida y el negro queda
extendido en el suelo, en señal de derrota definitiva. La vida ha
triunfado sobre la muerte, el dolor del viernes santo da paso a la
alegría desbordante de la Pascua. Comienzan los gozosos festejos y los
vecinos del pueblo ofrecen un desayuno y obsequios a los visitantes en
señal de acogida y solidaridad, en un canto a la esperanza.
6.- Despedida
Así, con el júbilo de la Resurrección, concluye esta gran semana de
Semana de Pasión, una semana en la que podemos conocer de una forma muy
especial nuestro casco histórico; una semana en la que podemos admirar
la belleza plástica de las procesiones que llenan nuestra calles; una
semana en la que podemos emocionarnos con las excelentes imágenes y
carrozas, que nos ofrecen una muestra de la mejor imaginería española
desde el siglo XVI a nuestros días; una semana en la que podemos sentir,
a flor de piel, la pasión y muerte de Nuestro Salvador; una semana en
la que podemos disfrutar, como en ningún otro lugar, con su
Resurrección.
Una semana, en suma, única y especial, que me hace sentir aún más
orgullosa de mi trabajo, de la suerte de servir como concejal en Alcalá,
de la fortuna de trabajar para este maravilloso Distrito I, y de haber
dedicado los últimos 30 años de mi vida a esta ciudad y a sus
ciudadanos, primero a sus jóvenes estudiantes y ahora a todos sus
vecinos.
Así pues, gracias, gracias Alcalá, gracias alcalaínos, por lo que me
habéis dado en estos años, y gracias, muy especialmente a la Junta de
Cofradías por el inmenso honor de haberme hecho pregonera de esta Semana
Santa del año 2012.
Pregón escrito extraído del Diario de Alcalá (Pregón de Semana Santa a cargo de la concejala Dolores Cabañas )
Dice la pregonera, al principio, que es consciente de la diferencia entre pregón y conferencia, y que haría un esfuerzo para llegar al primero, dejando atrás las segundas, a las que está acostumbrada por su experiencia profesional. Lo intentó, pero no lo logró. Este es un ejemplo más de lo que no es un pregón de la Semana Santa.
ResponderEliminarPor cierto, ¿cuáles son las 15 procesiones? ¿Y los veinte pasos?
Es curioso como se vuelve a remarcar el casco histórico como único epicentro posible de las celebraciones cofrades. Así será muy difícil que algún día veamos una cofradía de ningún barrio distante del centro: no interesa a nadie.
A ver si en 2013, el pregonero da de una vez con la tecla y se pronuncia, por fin, un pregón y no una charla.